Una colección de historias, anécdotas, reflexiones y chorradas varias sin más objetivo que entretener

viernes, 2 de diciembre de 2011

Los camareros tienen poder: "Trainspotting" de Irvine Welsh

Irvine Welsh es uno de mis escritores favoritos, me he leído todo lo que ha publicado en castellano (básicamente porque no escribe en inglés puro y duro, sino en la transcripción fonética de la pronunciación escocesa del inglés, lo que resulta francamente ininteligible para el que no es nativo) desde que mi amigo P. me prestó "Trainspotting" (en una edición del Círculo de Lectores). Es extraño porque me acuerdo de la situación del préstamo, de hecho no fue tal, sino un intercambio de libros en el que yo le dejé a él "La naranja mecánica" de Anthony Burgess, y lo que resulta más curioso aún es que se trate de dos obras que se llevaron al cine con tanto éxito, que eclipsaron la existencia misma de las novelas en sí. El libro me encantó, me pareció agil, fresco, muy divertido y tremendamente original (gracias desde aquí a Federico Corriente, el traductor de Welsh, que lo hace de puta madre), tanto que hizo que me convirtiera en fan total de las obras de Welsh (de las que, aparte de "Trainspotting", recomiendo encarecidamente "Cola", un novelón como la copa de un pino) además de provocar que me haya leído el libro más de una vez, lo que es una cosa rara, porque que recuerde ahora mismo, aparte de "Trainspotting", sólo he leído más de una vez "Fiebre en las gradas" del gran Nick Hornby (en español y en inglés) y "El Principito" de Antoine de Saint-Exupéry (en español e italiano).


La portada del libro justo de la edición que leí yo

El caso es que estaba revisando documentos en el ordenador y me he encontrado con un extracto de la novela de una de las historias que la componen y que no sale en la película (de hecho en la peli no salen un montón de cosas que sí aparecen en el libro). Se trata de una historia que recuerdo cada vez que veo a alguien tratar con displicencia o falta de respeto a un camarero o a alguien que le esté sirviendo comida o bebida. Cualquiera que lo lea se pensara dos veces no ser respetuoso o educado la próxima vez que esté delante de un camarero o de una camarera (como es el caso en el libro). Ahí va:


"Entran cuatro tíos en el restaurante, evidentemente borrachos. De locura. Uno me resulta vagamente familiar. Creo que puede que le haya visto por la universidad.
- ¿Qué quieren tomar?, pregunta Andy.
- Un par de botellas de tu mejor pis...y una mesa para cuatro, dice balbuceando. Me doy cuenta de que son ingleses de clase media o media alta.
Uno dice: - ¿Como se llama a una chica guapa en Escocia?
Otro salta: - ¡Turista! Hablan muy alto. Capullos descarados.
Entonces dice uno, señalando hacia donde estoy yo: - No estoy tan seguro. A ésa no lo echaba yo de la cama-.
Gilipollas. Jodido imbécil gilipollas.

Estoy hirviendo por dentro, intentando hacer como que no he oído ese comentario. No puedo permitirme el lujo de perder este empleo. Necesito el dinero. Si no hay pasta, no hay uni, no hay licenciatura. Quiero esa licenciatura. De verdad, la quiero más que nada.

Mientras estudian el menú, uno de los tíos, un gilipollas flacucho de pelo oscuro con un flequillo largo, me sonríe lujuriosamente. - ¿Va todo bien, cariño?, dice, en un falso acento cockney. Es algo vistoso que los ricos lo hagan en ocasiones, eso tengo entendido.
Dios, cómo quiero decirle al imbécil que se vaya a tomar por culo. No necesito esta mierda...Sí la necesito.

¡Dame una sonrisa, guapa!, dice un tío más gordo entrometiéndose con una voz atronadora. La voz de la riqueza arrogante e ignorante o contaminada por la sensibilidad o el intelecto. Intento sonreír de forma condescendiente, pero mis músculos faciales están congelados. Y gracias al copón.


Tomar el encargo es una pesadilla. Están inmersos en conversaciones sobre carreras; bolsa, las relaciones públicas y el derecho mercantil parecen ser las más populares, entre los intentos de mostrarse sutilmente condescendientes y humillantes hacia mí. El imbécil flacucho no duda en preguntarme a qué hora termino y yo le ignoro, mientras los demás hacen ruidos animales y tocan un redoble en la mesa. Termino el pedido, sintiéndome rota y degradada, y enfilo a la cocina.

Verdaderamente tiemblo de rabia preguntándome cuánto tiempo podré controlar ésto y deseando que Louise o Maria estuviesen aquí esta noche para tener otra mujer con quien hablar.

- ¿No puedes sacar de aquí a estos jodidos imbéciles?, le salto a Graham.

- Así es el negocio. El cliente siempre tiene razón, aunque sea un jodido soplapollas.

Me acuerdo de cuando Mark me contó lo de la vez que trabajó en el Show del Caballo del Año, en Wembley, dedicándose al servicio de cocina con Sick Boy, un verano, hace años. Siempre decía que los camareros tiene el poder; nunca te pongas a enredar con un camarero. Tiene razón, por supuesto. Ahora es el momento de utilizar ese poder.


Estoy justamente en medio de una fuerte regla y me siento derrengada y agotada. Voy al retrete y me cambio de tampón, envolviendo el usado, que está empapado de flujo, en el papel de váter.

Un par de estos ricos hijos de puta imperialistas han pedido sopa; nuestra popular sopa de tomate y naranja.
Mientras Graham está ocupado preparando los platos principales, cojo el tampón ensangrentado y lo sumerjo, como si fuera una bolsa de té, en el primer plato de sopa. A continuación, escurro su mugriento contenido con un tenedor. Un par de filamentos de negra mucosa uterina flotan en la sopa antes de ser disueltos removiendo vigorosamente.
Pongo en la mesa los dos entrantes de paté y las dos sopas, asegurándome de que el desgraciado flacucho y engominado recibe la especial. Uno de los comensales, un tío de barba marrón y dientes salidos fenomenalmente feos, está contando en la mesa, de nuevo en voz muy alta, lo terrible que es Hawai.
- Demasiado puñeteramente caluroso. No es que me importe el calor, es sólo que no es como el rico e intenso calor del sur de California. Ese sito es tan puñeteramente húmedo, que no haces más que sudar como un cerdo todo el rato. Además, la chusma campesina le acosa a uno continuamente intentando venderle todas su ridículas chucherías -
¡Más vino!, retumba petulantemente el gordo gilipollas del pelo claro.

Vuelvo al servicio y lleno una salsera con mi orina. La cistitis es un problema para mí, en particular durante la regla. Mi pis tiene ese aspecto opaco que se da en una infección del tracto urinario.

Diluyo la garrafa de vino con mi pis; parece un poco opaco, pero están tan colocados que no lo notarán. Echo un cuarto de vino por el lavabo, rellenado la garrafa con mi pis de resistance.
Vierto un poco más de mi pis sobre el pescado. Es del mismo color y consistencia que las salsas
en que está marinado. ¡De Locura!
Estos gilipollas se lo comen y beben todo sin darse cuenta siquiera.

Es difícil cagar sobre una hoja de periódico en el retrete; el cagadero es pequeño y es difícil ponerse en cuclillas. Logro un pequeño zurullo más bien líquido, que llevo a la cocina y mezclo con un poco de nata en la batidora, y combino la guarrada resultante con la salsa de chocolate que está calentándose en un cazo. Lo vierto sobre los profiteroles. Está para comérselo. ¡Qué pasada!


Me siento cargada de un gran poder, y hasta disfruto de los insultos. Es mucho más fácil seguir sonriendo ahora. El gordo hijo de puta ha sacado la pajita más corta, sin embargo; su helado está sazonado con restos molidos de matarratas. Espero no causar a Graham problemas. Espero que no cierren el restaurante."

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