Una colección de historias, anécdotas, reflexiones y chorradas varias sin más objetivo que entretener

sábado, 26 de enero de 2013

Daños colaterales

Uno de mis compañeros de departamento se cambió de empresa a primeros de año, consiguiendo un puesto que mejoraba en todo las condiciones de las que ¿disfrutaba? con nosotros. Para sustituirlo, la consultora que tenía el derecho a ocupar el hueco, decidió poner a un hombre de 62 años, cuando se trata de un puesto de no mucha experiencia y los compañeros somos personas de ventitantos o treinta y pocos. Lo que voy a escribir a continuación no es una crítica hacia ese hombre, aunque pueda parecerlo.


P. es ingeniero de telecomunicación, casi de cuando se inventó la titulación en España y sólo había una universidad donde se podía estudiar esa carrera, con lo que empezó a trabajar a finales de los 70. Disponer de un título de ese calibre entonces era mucho más importante de lo que es ahora, precisamente por la carencia de profesionales de ese ámbito y por la cantidad de trabajo a hacer. P. ha tenido desde entonces una larga trayectoria profesional que dura hasta ahora y en la que ha ostentado puestos de responsabilidad. Sin embargo P. ya no está para muchos trotes, básicamente porque sus mejores horas han pasado y en su actual trabajo se encuentra completamente fuera de juego.

Cuando mi compañero nos contó que se iba de la empresa, ya surgió la posibilidad de que, desde la consultora que había de rellenar el puesto, pusieran a este hombre a cubrir dicha vacante. La descripción que hicieron en primer lugar fue "es un hombre de 62 años que...Que..." y ahí se quedaban. Otro de mis compañeros me dijo "¿no conoces a Papuchi?", ya que ese era el apodo que le habían puesto en la consultora los jovenzuelos (en su mayor parte becarios) con los que estaba trabajando (estaba allí porque tras ser jefe de proyecto se había quedado sin puesto pero con contrato). Mi jefa también lo conocía de cuando había estado antes en la empresa y, por su descripción, lo que pude entrever es que no veía nada claro que el hombre pudiera hacerse con los intringulis del puesto. En resumen, toda la información que me llegaba era sospechosa, con lo que tenía ciertas reservas sobre cómo iba a ser su desempeño finalmente.


Pues "Papuchi" es un apodo que le viene bien en cierto sentido pero en otro no. Me explico, lógicamente no se parece al fallecido médico en que no es un golferas, pero P. es como el fallecido padre de Julio Iglesias porque es de otra época, ya que se trata de un tipo de hombre caduco y que sólo se ve entre los abuelos que ves por la calle, pero no entre gente que trabaja en una compañía como la que trabajo yo donde la gente es bastante joven (sobre todo en los puestos de más abajo como el mío). Aunque se haya tratado de adaptar (que seguro que el hombre lo ha intentado) a las nuevas tecnologías que han revolucionado la sociedad (sobre todo en los últimos 15 ó 20 años) su manera de manejarse con el ordenador es mediocre y crea más desaguisados de los que resuelve, con lo que no sólo no hace su trabajo, sino que termina cargando con más a los demás (desde su llegada tengo más responsabilidades de las que tenía).


Me resulta muy curioso cómo este hombre que sólo tiene cinco o seis años más que mi padre (que parecerían 10 más si se los viera a los dos juntos) sea tan diferente en la manera de moverse personal y profesionalmente. Porque si profesionalmente es una rémora (y mi padre está quizá en lo mejor de su carrera), si hablamos de la manera de comportarse estamos sin duda ante un abuelito estándar, no de los de sesenta y tantos, sino de más de 80 como los dos míos (que en paz descansen). Cuando coincides con él siempre tiene alguna batallita que contar (que repite), entonces se acerca hacia ti, con su pelo apelmazado de raya a un lado y sus gafas bifocales, y puedes percibir ese olorcillo a rancio que tienen los abuelos que he dicho, ese tufillo que desprenden los mayores si no se duchan todos los días (una vez a la semana y gracias) y que tratan de ocultar con generosas dosis de Varón Dandy (al menos ese era el que usaba mi abuelo A.). Respecto al aspecto, P. siempre va vestido con zapatos castellanos o de cordones de anciano, pantalón de vestir de señor (cuando digo de señor me refiero a señor mayor, obviamente) con la cintura del mismo ampliamente por encima del ombligo, camisa de colores crudos y jersey oscuro (me atrevería a decir que de ropa tampoco se cambia mucho). Además, todos los días lo encuentras con un libro que es posible que tenga la misma edad que él, con las tapas cuarteadas, las hojas amarillentas y ajado en los bordes, y que está ahí exclusivamente para cuando va a, usemos una expresión acorde al personaje, hacer de vientre. Verlo caminar con el libro, del que leerá en cada sentada (nunca mejor dicho) unas pocas páginas, hacia el baño y volver me parece digno de un documental, ya que se trata de algo que actualmente sólo puede hacer un abuelo casi nonagenario que debería usar la exagerada cantidad de horas que echa en la empresa yendo a dar de comer a las palomas en un parque o a discutir con otros como él sobre cómo han de hacerse determinadas obras.


Sin duda alguna P. no debería trabajar donde lo está haciendo, no sólo porque no es justo para él (se debe sentir inútil al no ser capaz de sacar adelante las tareas) que está claro que lo hace porque no puede jubilarse todavía, sino que tampoco es justo para sus compañeros (que debemos asumir las cosas que no hace o solucionar las que hace mal). Todo esto nos convierte a ambos en víctimas del sistema en el que vivimos, en daños colaterales de una guerra en la que siempre pierden los mismos.

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